Un perro en mi cabeza

Tengo un perro en mi cabeza. Lleva varios días y no quiere irse. Come en un plato rojo o amarillo, caga con pena donde caiga, duerme poco, se mueve mucho, tiene mucha energía y no necesita troncos de árboles para levantar la pata y orinar. A veces tiene alrededor del cuello un collar isabelino que lo hace ver como una divertida lámpara con patas que no puede caminar bien y se choca con todo y me duele. Lleva varios días y sigue allí, ladrando duro y sin cesar y con mucha fuerza y sin motivos claros y ante cualquier circunstancia, ladrido va y ladrido viene por sutilezas y evidencias y simplezas y complejidades y claridades y rarezas y, en fin, por cualquier cosa. Al principio ladraba por el vuelo de una mariposa, por el calor de las noches, porque quería salir a la calle, por una bolsa negra que el viento movía, por el pito de un carro o un grito extraño, por pájaro que alzaba vuelo o un insecto que se movía o por los bajos profundos de algunas canciones o los agudos violines de otras. Pero ahora ladra por el más mínimo y banal de mis pensamientos y la más remota de mis ocurrencias y ladra y vuelve a ladrar, una vez, otra, una y otra más y no para, no se cansa, tiene mucha vitalidad y es justo eso, sí, esa vitalidad es lo que no se quiere ir de mi cabeza, sí, ladridos cortos y largos y nunca débiles que retumban y desesperan y producen lágrimas y lágrimas.
Una vez imaginé que una sombrilla llegaba volando impulsada por el viento y tumbaba a una señora en bicicleta. Pero apenas ella venía el animal la asustó con un ladrido y la hizo frenar y la sombrilla cayó a un lado. Y, no contento con meterse con mis pocas imaginaciones, una vez me mordió un buen recuerdo y lo dejó incompleto. Y por ahí veo a veces al mediorecuerdo que, en su afán de supervivencia, anda con la sombrilla porque se dio cuenta de que cuando la abre y la cierra el can se asusta extrañamente.
Y sigue ladrando y a veces creo incluso que la gente que está conmigo lo oye.